Desde este espacio poético, deseamos rendir un homenaje a la Mujer Trabajadora. En nuestro encuentro semanal tuvimos la oportunidad de leer poemas de poetas mujeres, hemos elegido algunos poemas de cada una de ellas para celebrar y compartir con ustedes este día tan especial. «Feliz dia de la Mujer«
AL BORDE
Soy alta;
en la guerra
llegué a pesar cuarenta kilos.
He estado al borde de la tuberculosis,
al borde de la cárcel,
al borde de la amistad,
al borde del arte,
al borde del suicidio,
al borde de la misericordia,
al borde de la envidia,
al borde de la fama,
al borde del amor,
al borde de la playa,
y, poco a poco, me fue dando sueño,
y aquí estoy durmiendo al borde,
al borde de despertar.
Gloria Fuertes
SONÁMBULA
Pasar cantando así, bajo la noche
como yo canto, como un ave ciega
que fuera hacia la luz por puro instinto,
¿os puede ser ofensa, compañeros?
Vosotros que vivís al borde mismo
del precipicio, que tenéis la casa
ya inclinada del lado del vacío,
¿perdonaréis que cante en esta hora?
Yo me inclino también. Pero no temo.
Allá en mi densa flora voy dormida
encerrada en paisajes de cretona
como en reales, sólidas prisiones.
No me digáis que entierre también esto
–la sencilla y absurda melodía
que me queda– después de darles tierra
a tantas hermosuras derruidas.
Mi canto es la primera voz del agua
corriendo entre las hierbas y las piedras.
No sabe detenerse, no se acaba.
Fluye, como yo fluyo en su corriente.
Estoy recuperando del olvido
el nombre primitivo de la vida.
Canto las cosas y los seres hondos
que no poseen voz o la perdieron.
¿Me oís cantar, sonámbula, en la noche
todavía rayada por la luna
segura, solitaria y aislada
con la voz de algún pájaro en desvelo?
Hasta el final he de cantar. Dormida.
Yo pasaré afirmándome tan sólo
por esta voz que me sostiene y guía,
delgada voz de amor fosforescente.
Y hasta en el caos, si es que el caos llega,
dejaré en la canción mi señal viva
como medida de esto inagotable
que en humano llamamos esperanza.
Maria Beneyto
CORRECCIÓN DEL BARRO BÍBLICO
Las golondrinas hacen sus nidos de barro
en forma de media taza. Loza
en los aleros, bienaventuranza
en las vigas de los establos. Cielo
bajo el cielo de los puentes y las casas.
Pero huyen. Y en octubre prevalece la mudez
colgada. Aire con alma de adobe. Gentes
con palabras de ceniza
repitiendo que eras polvo
y que en trizas te has de ver.
Dejarían de los pájaros
sólo su légamo de abril.
Ni uno de esos abrazos
que le hizo recordar al barro que es mujer
y que en mujer se ha de convertir.
María Ángeles Maeso.
NANA DE LOS LIBROS VIEJOS
Aquel tenducho,
porque verdaderamente aquello era un cuchitril,
una especie de sotanillo al que se entraba
después de bajar unos cuantos peldaños,
aquel escondrijo al que llamábamos la tienda verde,
puesto que su dueño había pintado la fachada de verde,
aquella cueva era, sin embargo, la cueva del tesoro.
Allí, democráticamente apilados, había montones de libros viejos
algunos, viejísimos, tan viejos,
que se les caían las hojas como a los árboles.
Otros, más afortunados, habían sido remendados
como los calcetines o los zapatos.
Porque un libro, señores, es una prenda de abrigo.
Y el dueño de aquella tienda lo sabía.
Por eso nosotras, cuando entrábamos
con nuestro pobre capital,
él nos impartía las oportunas instrucciones
para que nos moviésemos con precaución en su establecimiento.
Nada de manoseos con los libros.
Los libros se desgastan, se estropean,
se les rompen las hojas o se les caen.
Ya no abrigan, ya no sirven, muchísimo cuidado con los libros,
sobre todo con los que están encuadernados.
Un libro encuadernado es algo serio.
Las pastas son como las paredes de una casa.
Y dentro de esa casa podemos encontrar de todo.
Por eso el dueño de la tienda nos decía:
un libro encuadernado es un tesoro.
Y los tesoros, ya se sabe, cuestan caros.
Nosotras mirábamos con avidez los libros.
Sobre todo los viejecitos, los que tenían aire de perro apaleado.
Y eran como de la familia. Y además, tenían la ventaja de ser
muy baratos.
Claro que, como decía el dueño, aquellos pobretones
debían abrigar muy poco, pero nos daba igual.
Ya los arreglaríamos en casa.
Y así, hacíamos tres montones,
y el dueño nos cobraba una peseta
por aquella montaña de desperdicios
aunque antes de marcharnos
nos decía muy claro:
me los tenéis que devolver el lunes.
Y no creáis que no sé yo las hojas que tiene cada uno.
Y el sábado empezaba la aventura.
Porque lo que el librero no sabía era
que en cada libro había una mina,
y a veces, cuanto más viejo el libro, mejor era la mina.
Aquellas páginas marchitas calentaban como una gran hoguera.
Y así, durante muchos sábados y domingos,
rodeadas de desperdicios ilustrados,
vivimos el milagro de abrigarnos
con las maravillosas páginas
de Tolstoi en Resurrección,
o las Aventuras de Mark Twain,
con las desdichas de las Pobres Gentes
de Dowstoyewsky,
con los Viajes de Hullivert,
pasamos hambre con Hamsum, y comimos su pan,
viajamos al espacio y al fondo de los mares con Julio Verne.
Aquellos desperdicios de papel desencuadernados y rotos
fueron para nosotras la deslumbrante Biblioteca de Alejandría.
Nadie ha tenido una universidad más mágica que aquella.
Francisca Aguirre

AGENCIA DE VIAJES
Una pila de viajeros está sobre la mesa.
Mañana sus aviones despegarán
y salpicarán el cielo de plata
y descenderán como el anochecer sobre las ciudades.
El señor George dice que su amada
ya no le sonríe.
Él quiere viajar directamente a Roma
Para cavar allí una tumba como su sonrisa.
“Pero no todos los caminos conducen a Roma”, le recuerdo,
y le entrego un solo tiquete.
Él quiere un puesto con ventana
para asegurarse que el cielo
es el mismo
en todas partes.
Dunya Mikhail
CUANDO ESCUCHES EL TRUENO…
Cuando escuches el trueno me recordarás
y tal vez pienses que amaba la tormenta…
El rayado del cielo se verá fuertemente carmesí
y el corazón, como entonces, estará en el fuego.
Esto sucederá un día en Moscú
cuando abandone la ciudad para siempre
y me precipite hacia el puerto deseado
dejando entre vosotros apenas mi sombra.
Anna Ajmatova

¡Ayes!
De pie, en el puente, pido pasar,
¡ay, pido pasar!
Me asfixio. Mi aliento
roto va en el ardor del mediodía.
Siete horas de espera…
¡Quién le corta las alas, ay, al tiempo!
¡Quién le afloja las piernas al mediodía!
Mi frente es azotada por el estío,
y mi sudor
es sal cayéndome en los párpados.
¡Y miles de ojos, ay,
que cuelgan como espejos doloridos por el ansía caliente,
como signos de espera pacientosa
sobre la ventanilla de visados!
¡Ay, que pido pasar!
Y resuena la voz de un mercenario
como una bofetada sobre todo:
“¡Árabes!… ¡Jaleo!… ¡Perros!
¡Vuelvan!… ¡No se acerquen al río!
¡Vuélvanse!… ¡Perros!…”
Mientras, cierra una mano la ventanilla;
cierra la senda
ante nosotros.
¡Ay, humanidad mía desangrándose,
corazón goteando mirra,
y sangre cual veneno llameante!
“¡Árabes!… ¡Jaleo!… ¡Perros!”
¡Ay, tribu por vengar!
Hoy poseo la espera solamente.
¡Quién le corta las alas, ay, al tiempo!
¡Quién le afloja las piernas al mediodía!
Mi frente es azotada por el estío,
y mi sudor
es sal cayéndome en los párpados.
¡El verdugo la deja hincada sobre el polvo,
úlcera mía,
ignorada del hermano!
Me he hecho acíbar,
en esta humillación de estar cautivo,
y tengo gusto a muerte.
El odio se me arraiga, terrible,
en lo más hondo.
Mi corazón es roca, azufre,
y alfaguara de fuego.
Hay mil “Hindes” debajo de mi piel:
el hambre de mi odio tiene la boca abierta,
y tan solo sus hígados pueden saciar el ansia
que me habita la piel:
¡Odio mío enloquecido que te creces!
Mataron el amor en mis entrañas.
Cambiaron ya la sangre de mis venas
en lava y alquitrán.
Fadwa Tuqan
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