AMORES PERDIDOS
«Para comenzar,
debo arrancar de cuajo todas las raíces
y no puedo, albergo en mi ser temores,
de soledad, de pequeños amores, falsos.»Miguel Oscar Menassa
«Cuántas veces quise morir con tanto amor perdido… No pude casi nada, mucho menos morir.»
Miguel Óscar Menassa, poeta y psicoanalista, se erige como un poeta del realismo humano hecho palabras. Su poesía, espejo cóncavo, refleja los abismos del alma humana. Amores Perdidos, es un viaje a través de la nostalgia, la soledad y la búsqueda incesante de significado. Como hilos de vida, sus versos tejen emociones y anhelos.
En cada línea, se puede sentir pasión y melancolía, luz y sombra. Menassa, a través de sus palabras, nos invita a explorar los rincones del corazón humano.
Te invitamos a sumergirte en la realidad del hombre, la cotidianidad del caminante, donde cada uno vive como puede.
AMORES PERDIDOS
Cuántas veces quise morir con tanto amor perdido,
con tantos trozos arrancados de mi propia carne.
Después no pude casi nada, mucho menos morir,
era hombre duro, por los golpes y tuve que vivir.
Cuando murió mi padre yo estaba en las montañas.
Él, antes de morir, me escribió una pequeña carta:
-Usted debe quedarse donde está, haciendo lo que hace,
no abandone ni amores, ni trabajo, para verme morir.
Lentamente, bajé de la montaña y me di cuenta
que, yo mismo, siguiendo el camino de mi padre,
era el pobre extranjero que vivía lejos de su familia,
sin poder remediarlo, ni aún, ante la muerte.
Y me quedé, donde había llegado, sin moverme
y tuve ansias que la mano negra del destino,
se partía en mi rostro, segará mi existencia,
pero no fue posible para mí, sino seguir viviendo.
Cuando murió mi madre ya no había montañas
y yo mismo, estaba al borde mismo de la muerte.
Haciendo infinitos esfuerzos para salvar mi vida
no pude darme cuenta: amada madre había muerto.
Hoy día, todavía, no puedo recordarla sino viva
y cuando pasan meses sin recibir, de ella, nada,
ni siquiera una carta, delicada, para decirme:
pequeño mío, hermoso, tanto te quiero, hijo.
Y cuando ni siquiera se me aparece en sueños
y nadie me habla de ella, no la concibo muerta,
pienso que está muy enojada por mis locuras,
por mi manera de vivir, tan lejos de su amor.
Sueño que un día, al levantarme, por la mañana
estamos todos juntos sentados alrededor del fuego,
conversando con grandes jefes indios, del futuro.
Bajo el cielo, Caupolicán, mi madre y yo pequeño.
Indios que fueron lo perdido primero,
herencia cultural arrancada del alma,
cuando pusieron en mis hambrientos labios
el verbo amar, morir, en lengua castellana.
Ni Buenos Aires me quedaría para amar.
La historia americana se metió en mi cabeza
y ardiente y en voz baja me lo dijo todo:
Nadie te matará, poeta, te tocará el exilio.
Y para no morir, aún, abandoné mi patria
y fue brutal la travesía transoceánica,
desde el jardín de las delicias en América
a la reseca y árida meseta castellana.
Ya estaba claro cuánto había perdido,
en apariencia solo quedaba mi juventud,
mis hijos, mi fuerza de trabajo intacta,
mis pobres versos al viento de la tarde.
Más lo que había en mí era la nada, nada,
violencia de dejarme explotar por la comida
y cuando conseguía levantar la cabeza,
alguien, con terquedad, me la golpeaba.
Mirando toros bravos en las corridas
y esos toreros diestros hasta el hartazgo,
me hice experto en verónicas y, por fin,
conseguí romper del todo mi mala racha.
Un puesto en el mercado de las palabras
me permitió ir ganando algunos cuartos.
Con algo en mis bolsillos, abandoné Madrid
y fui a dar con mis huesos en Arganda.
Escribiendo y trabajando duro, todo el día,
conseguí que se abrieran para mi vida
una casa con jardín a la calle, un coche
y colegios decentes para todos mis hijos.
Y así fuimos muy felices después de tanto,
después de tantos años de trabajos forzados,
después de tantas lágrimas y tantos resquemores,
en espléndidos días del verano conocimos el mar.
Más la felicidad, la dicha, no duró casi nada,
al poco tiempo de volver de nuestro veraneo,
en plena calle, en una noche aciaga y traicionera
en Arganda del Rey, asesinaron a mi hijo Pablo.
Y ya no hubo ni sueños, ni montañas,
ni dolor suficiente, ni siquiera palabras,
ni los grandes jefes indios bajo el cielo,
ni gargantas de odio, ni manos de venganza.
Solo estos versos sueltos, está nada de nada.
V
Hoy quiero hablar de la soberbia del indio americano.
Lágrima que para pedir piedad no ha sido derramada.
Hoy quisiera ser yo que, al escribir, llore ese pedido,
cuando los salvajes recuerdos de mi vida me detienen.
Cualquiera de los jefes diría, sabiamente,
que sí hay una lágrima todavía escondida,
una lágrima guardada durante cinco siglos,
pequeña lágrima que, todavía, es nuestra.
Si esa lágrima existe, debe quedarse donde está,
allí, guardada, escondida, esperando el momento,
esperando los truenos, la expansión de la selva.
Esa perla del alma, esa lágrima nuestra,
debe esperar del alba, antes de derramarse,
los gritos enloquecidos de Dios arrepentido.
VI
Viajar, hablar, deseos fuertes de la infancia,
rubicunda voz, en el propio centro de las células,
fiera descarrilada, definitivamente, me humanizo.
Cuando desconfío, rastreo mi propio rastro.
Hay un animal en mí, que vuelve siempre.
Una voz que de noche nunca se detiene,
me lleva de la mano contra las montañas,
contra los, pequeños, búhos del terror.
Busco una palabra plena para el corazón de la bestia feroz.
Ajada cruz, sobre los hombros del que no se anima a vivir.
Rompo contra mi propio cuerpo el ábaco, dejo de contar.
Me sumerjo en una ansia frenética por vivir, amar, hablar,
seguir, aunque nadie lo quiera, descarrilando mi destino.