Esta vez leímos algunos diálogos de Cesare Pavese (del libro Diálogos con Leucó) dejándonos sorprender por lo cercano que nos (a)parecieron los dioses y los héroes de la Grecia clásica.
Para encontrar textos, autores e inspiraciones diversas recomenadamos la lectura de la revista Las 2001 Noches.
LA FLOR
Es de una meridiana evidencia que a este acontecimiento dulce-atroz de un dios primaveral, como Apolo el Claro, y que no llega a disgustarnos, asistieron los leopardianos Eros y tánatos.
(Hablan Eros y Tánatos.)
Eros: ¿Esperabas este acontecimiento, Tánatos?
Tánatos: Todo lo espero de un dios del Olimpo. Pero no que terminase de esta manera.
Eros: Entretanto, Jacinto ha muerto. Las hermanas ya lo lloran. La inútil flor rociada con su sangre centellea ahora en todos los valles del Eurotas. Es la primavera, Tánatos, y el niño no la verá.
Tánatos: Donde ha pasado un inmortal brotan siempre estas flores. Pero las otras veces hubo por lo menos una fuga, un pretexto, una ofensa. Se resistían al dios o cometían impiedad. Así ocurrió con Dafne, Elino, Acteón. Jacinto, en cambio, fue sólo un niño. Pasó sus días venerando a su señor. Jugó con él como juega un niño. Estaba aturdido, asombrado. Tú lo sabes bien, Eros.
Eros: Ya los mortales comentan que fue una desgracia. Nadie piensa que Apolo el Radiante no suele equivocar sus golpes.
Tánatos: He asistido solamente a la forzada sonrisa con que siguió el vuelo del disco y lo vio caer. Lo lanzó hacia arriba, en el sentido del sol, y Jacinto levantó los ojos, las manos, y lo esperó encandilado. Le cayó sobre la frente. ¿Por qué ocurrió esto, Eros? Tú seguramente lo sabes.
Eros: ¿Qué debo decirte, Tánatos? No puedo enternecerme por un capricho. Y también tú lo sabes – cuando un dios se acerca a un mortal, siempre sobreviene algo cruel. Tú mismo has hablando de Dafne y de Acteón.
Tánatos: ¿Qué ocurrió, entonces, esta vez?
Eros: Ya te lo he dicho, un capricho. Apolo el Radiante quiso jugar. Descendió entre los hombres y vio a Jacinto. Durante seis días vivió en Amiclea, seis días que a Jacinto le transformaron el corazón y renovaron la tierra. Después, cuando al señor se le ocurrió irse, jacinto lo siguió con la mirada extraviada. Entonces el disco le cayó entre los ojos…
tánatos: Quizás… Apolo el Radiante no quería que llorase.
Eros: No. apolo el Radiante no sabe qué es llorar. Lo sabemos nosotros, dioses y demonios niños, que ya vivíamos cuando el Olimpo era solamente un monte yermo. Hemos visto muchas cosas, hemos visto llorar también a los árboles y a las piedras. El señor es distinto. Para él seis días o una existencia no son nada. Nadie supo todo esto tan bien como Jacinto.
Tánatos: ¿Crees en verdad que Jacinto haya comprendido estas cosas? ¿Que el señor haya sido para él algo más que un modelo, un compañero mayor, un hermano fiel y venerado? Yo solamente lo vi cuanto tendió las manos durante la competencia – sobre su frente no había más que confianza y estupor. Jacinto ignoraba quién era Apolo el Radiante.
Eros: Todo es posible, Tanatos. Puede ser también que el niño nada supiese de Elino y de Dafnis. Es difícil decir dónde termina la desazón y dónde comienza la fe. Pero seguramente vivió seis días de ansiosa pasión.
Tánatos: ¿Según tu opinión, qué ocurrió dentro de su corazón?
Eros: Lo que le ocurre a todo joven. Pero esta vez el objeto de los pensamientos y de los actos fue excesivo para un muchacho. En la palestra, en las habitaciones, por las orillas del Eurotas, hablaba con el huésped, se volvía su compañero, lo escuchaba. Escuchaba las historias de Delos y de Delfos, Tifón, Tesalia, el país de los Hiperbóreos. El dios hablaba sonriendo tranquilo, como lo hace un caminante al que se creía muerto y que regresa con más experiencia. Lo cierto es que el señor nunca habló de su Olimpo, de sus compañeros inmortales, de las cosas divinas. Habló de sí mismo, de la hermana, de las Gracias, como se habla de una vida familiar – maravillosa y familiar. Alguna vez escucharon juntos a un poeta vagabundo, hospedado durante la noche.
Tánatos: No hay nada malo en todo esto.
Eros: Nada malo y, por el contrario, palabras de consuelo. Jacinto aprendió que el señor de Delos, con aquellos ojos indecibles y aquella sosegada palabra, había visto y tratado muchas cosas en el mundo que podían ocurrirle también a él algún día. el huésped hablaba también de él, de su suerte. La vida menuda de Amiclea le era clara y familiar. Hacía proyectos. Trataba a Jacinto como a un igual y coetáneo, y los nombres de Aglaia, Eurínome, Auxo -mujeres lejanas y sonrientes, mujeres jóvenes, que vivieron en misteriosa intimidad con el huésped- eran pronunciados con una tranquila negligencia, con un gusto indolente que estremecía el corazón de jacinto. Así se sentía el muchacho. Delante del señor cualquier cosa le resultaba fácil, clara. A Jacinto le parecía poderlo todo.
Tánatos: He conocido a otros mortales. Y más expertos, más sabios, más fuertes que Jacinto. a todos los destruyó ese afán de poderlo todo.
Eros: Querido mío, en Jacinto no hubo más que esperanza, una temblorosa esperanza de asemejarse al huésped. Ni siquiera Apolo el Radiante recogió el entusiasmo que leía en esos ojos -le bastó con provocarlo-; ya entreveía entonces en los ojos y en los bucles la hermosa flor salpicada que era la suerte de Jacinto. No pensó ni en palabras, ni en lágrimas. Había venido para ver una flor. Esta flor tenía que ser digna de él – maravillosa y familiar, como el recuerdo de las Gracias. Y con serena indolencia creó esa flor.
Tánatos: Somos cosas feroces nosotros, los inmortales. yo me pregunto hasta dónde los dioses del Olimpo hacen el destino. Osarlo todo puede que los destruya a ellos también.
Eros: ¿Quién puede decirlo? Desde los tiempso del caos no se ha visto más que sangre. Sangre de hombres, de monstruos y de dioses. Se comienza y se muere en la sangre. ¿Cómo crees tú haber nacido?
Tánatos: Que para nacer hace falta morir, lo saben también los hombres. No lo saben los dioses del Olimpo. Se lo han olvidado. Ellos permanecen en un mundo que pasa. No existen: son. Cada capricho suyo es una ley fatal. Para expresar una flor destruyen a un hombre.
Eros: Sí, Tánatos. Pero ¿no vamos a tener en cuenta los hermosos pensamientos que Jacinto encontró? Esa ansiada esperanza que fue su muerte, fue también su nacimiento. Era un joven inconsciente, algo absorto, nimbado de infancia, el hijo de Amicleo, rey modesto de tierra modesta – ¿qué hubiera sido de él sin el huésped de Delos?
Tánatos: Un hombre entre los hombres, Eros.
Eros: Lo sé. Y sé también que no podemos sustraernos al destino. Pero no es mi costumbre enternecerme ante un capricho. Jacinto vivió seis días en la sombra de una luz. De la perfecta alegría, no le faltó ni siquiera el final rápido y amargo. Ese que no conocen los dioses del Olimpo y los inmortales. ¿Qué otra cosa querrías, Tánatos, para él?
Tánatos: Que Apolo el Radiante lo llorase como nosotros.
Eros: Tú pides demasiado, Tánatos.