LA NIÑA MADRE
Esa noche la niña Nicoletta durmió en la calle. Era el
siglo XVI ,las calles se tornaban ,por la noche, en oscuros
pozos de pestilencia. La niña no encontró un refugio, en
consecuencia se arrebujó en su vestidura y allí se durmió,
al fin de cuentas ya estaba acostumbrada a la humedad
marina de la laguna veneciana.
Era alta aunque comía poco, hermosa a pesar de su vida
de niña callejera, casi como una pequeña gatita de siete
años sobreviviendo en las calles. La humedad, la
suciedad, la abyecta miseria, no las veía. Su vida
transcurría entre rufianes y delincuentes que muchas
veces la maltrataban y otras tantas le daban algún
mendrugo.
Esa mañana se dispuso a buscar su desayuno en el
mercado central, entre basuras halló un trozo de pescado,
lo limpió, se sentó en su rincón preferido y comenzó a
comer aquello que era un manjar para ella.
Todavía no odiaba a nadie por su desgracia, era casi feliz
sin haber conocido el amor, sin madre y en harapos. Sin
embargo alguien desearía que viviera, de no ser así
estaría muerta entre las basuras del mercado central.
Una pequeña gatita se le acercó, callejera como ella,
hermosa como ella, como ella ágil, su pelo era como
tornasol crepuscular.
Los gatos de Venecia eran y son venerados. Animales
misteriosos, dadores de vida, ellos salvaron a la ciudad de
la temible peste negra. Esos pequeños animalillos no
calmaban el hambre nunca, rata que veían se la zampaban
en un santiamén. Cientos de esos animalillos en unos
años terminaron con las ratas y con la peste.
Los gatos tienen ese sinuoso moverse de sauce llorón al
viento, ese enroscar su cola entre las piernas. Los
humanos quedamos desarmados ante tanta hermosura,
ante tanto misterio.
Nicoletta, niña humana, fascinada, compartió su
desayuno con ese enigma, con ese pequeño ser que a su
lado ronroneaba. Sus patitas se movían rítmicamente
intentando succionar la leche materna.
!La había tomado por su madre!
Nicoletta, a sus siete años, conoció la ternura, el amor,
ella ,niña huérfana se sintió madre. Bautizó a su gatita
“Hija del Sol” porque la cubrió de calidez y luz.
Una vez más un pequeño animalillo había salvado a un
humano de la calamidad, esta vez de una de las peores, el
odio y la soledad.
Ana María Barletta
NO OLVIDEMOS
El sol apenas estaba saliendo y la niña ya se había
levantado. Su abuelo esperaba ,cada alborada, esa
presencia fresca de niña amanecida.
Leche y café nutrían sus cuerpos. Ese cuerpo
pequeño de párvula cierva y el de su abuelo, tronco
de olivo, manos de abeja.
Tomaron su desayuno lentamente y en silencio. Era
un silencio prolongado, todas las mañanas hablaban
así, con los gestos familiares, con las miradas que la
humanidad les había legado.
Cada amanecida acudían al campo, a esos partos de
tierra donde recolectaban fragantes higos.
Esa mañana tenían los dos como una inquietud, un
alboroto de gorriones, un vacío blanco en el
estómago.
Vivían en una casucha miserable, su pobreza no le
importaba a nadie, ni a ellos mismos muchas veces.
Disponían de una minúscula radio que les trajo una
canción, un himno, La Estaca.
“Si jo l’estiro fort per aquí
i tu l’estires fort per allà,
segur que tomba, tomba, tomba
i ens podrem alliberar”
En ese instante los sueños de la humanidad
sufriente se tornaron en contumaz presencia.
Ese himno unió las manos de abuelo y nieta a todas
las manos trabajadoras del mundo.Desde su sangre
se unieron las manos de los agricultores. Como los
árboles confederados se unieron las manos de los
aceituneros, las ennegrecidas manos de los mineros,
las manos intrépidas, fuertes de los pescadores.
¡Si fuera verdad y lo consiguiéramos!
Comenzaron ellos la cadena, abuelo y nieta unieron
sus manos y fueron a trabajar. De camino al trabajo,
unidos por sus manos, los más bellos versos
colmaron el vacío blanco, el silencio de la
humanidad sufriente ya no hacía mella en sus
corazones, entendieron que los trabajadores del
mundo podían unirse a través de las palabras de los
poetas.
Los versos de Neruda corrían por su sangre: “Podrán
cortar todas las flores, pero no podrán detener la
primavera”
Ana Barletta
ENCRICIJADA
Ayer visité la casa de Asterión, recurro a ella cada vez que el mundo me
pesa, lo encontré a la entrada con su faz salvaje, como otras veces me tomó de la
mano y caminamos por pasillos interminables, me condujo a uno de sus patios
junto a un aljibe del que bebía agua mientras yo solo observaba, su cabeza de
toro se dirigió a mí, lo vi con los ojos entornados y negros, bravíos ojos de toro, me
preguntó–¿qué te trae aquí? –su voz grave y cruel me asustó, no es la primera
vez que lo veo de frente pero siempre me impresiona, me horroriza estar junto a él
pero aun con ello vine a verle, le pedí permiso para perderme en su casa, un juego
de luces y sombras me dejó ver su cuerpo de humano, la musculatura de hombre,
le temo y le deseo; gruñó sin mirarme y en un movimiento tomó mi cabeza, la
acercó a la suya, sentí su aliento en mi cara, miré sus ojos profundos
–Asterión—le dije—déjame entrar en tu laberinto—reaccionó soltándome
violentamente, una minucia como yo en una casa del tamaño del
mundo—Asterión—le dije—No me cuides más—se alejó de mí, no estaba
preocupado, con su mano derecha me indicó la entrada de un pasillo largo que a
lo lejos se hacia más obscuro, cuando llegué a la puerta me despedí de él,
sabiendo que tal vez nunca volveremos a vernos, escuché sus pasos alejarse
mientras yo profundizaba en lo obscuro.
Liz Rámirez
EL JADEO DE LAS FLORES
Rafa, el mayor de sus sobrinos, solía acompañar a Julián
todas las mañanas a una importante altura de un monte
donde la hierba, los matorrales y los árboles pierden su posición
para dar paso a otras formas vegetales sin casi sombra haciendo
acuerdos climáticos, ya que a tal altura se va adormeciendo
la alta flora, entregando su vida ante el fulgor del sol, el viento
y el aire.
Julián sí daba sombra, era alto y rudo, había estado hablando
con el sol, durante sus casi 60 años, observándolo,
no necesitaba reloj, ni consultar en internet para saber
las épocas en que se podían cosechar los frutos que el monte
y el bosque le regalaban en su diario encuentro. Lo sabía todo
de aquellas alturas. Sin embargo, de las ciudades sabía bien poco
excepto del único bar que frecuentaba al final del día, donde
se tomaba sus vasitos de vino con la, después, buena reprimenda
de su madre con la que vivía todo el año, bueno, vivir, lo que se
dice vivir, él vivía en el campo, pero bajaba a dormir digamos
a la casa de mamá para entregar el producto de su trabajo a
cambio de cama y la comida del día siguiente que llevaba en
recipientes o él mismo se hacía al amor de la lumbre
en su pucherito de barro. De otras mujeres no sabía nada.
Manuela y Álvaro, sus sobrinos pequeños, a veces le acompañaban
y era, para ellos, toda una aventura llegar hasta aquellos
parajes después de un duro ascenso entre los pinos, las piedras,
el agua, el calor, los piquituertos, los picapinos, las víboras,
las ardillas, las hadas violetas, las libélulas de alas transparentes,
los elfos barrigones, las mariposas acariciadoras, las chicharras
parlanchinas…
Para Julián era su trabajo diario, su único trabajo, su gran amor
pues no se le conocía ninguno más, bueno, su madre a la que
amaba y odiaba con frenesí.
Allá arriba tenía su corral de cabras, empresa que le habían
puesto sus dos hermanas y a las que ordeñaba diariamente
para bajar la leche reciente para el desayuno del pueblo, o para
hacer quesos o un rico arroz con leche para la cena.
Se dice en el pueblo que a Julián le dañó la luz del sol de tanto
mirarlo y fue perdiendo la visión.
Él se preguntaba ¿Para quién, para qué?
¿A quiénes iba a enseñar todo lo que aprendió si era el único
de la familia que quedaba para las labores campesinas?
No tenía descendencia, todos sus familiares vivían en la ciudad,
estaba sólo con su madre que ya era muy mayor…
Sin embargo, seguía ascendendiendo todos los días por el
camino de siempre, no le hacía falta la luz, ni ver demasiado,
ni google maps, nada más que su maestría en la orientación.
Allá arriba del monte, las cabras sabían su turno de ordeño
él las llamaba por su nombre para que acudieran a la cita
de todos los días y cargaba en las alforjas de la burra
el producto conquistado, su burra sabía lo que tenía que hacer
en cada momento, hasta un día que se le fue la cabeza
a la pobre burra y lo que pasó es para otra historieta.
Todo estaba perfectamente engranado para esos niños
juguetones y correteros hasta que llegó
aquella noche donde se les mandaba a los pequeños a dormir.
Por el ventanuco de la escalera que
llevaba a las habitaciones superiores, y desde donde se
veía la cocina a medio camino, Manuela y Álvaro,
con la curiosidad infantil llamándoles, se levantaron de la cama
y atrincherados en el ventanuco con la boca abierta
y tapada con las manos, con los ojos
como platos veían cómo sangraban los cabritos con los
que habían estado jugando en el monte y la cocina. Su tío ya no
volvió a ser humano para ellos dos hasta pasados muchos años
y comprendieron.
Aquel día era la Navidad.
Mariví Ávila Vegué
Los Califa
Esta es la historia de Los Califa, una historia un poco complicada pero común a la vez. Ellos
habían decidido unir sus vidas sin el vínculo del matrimonio después de cada uno de sus
amores perdidos. Necesitados de alguien que les pudiera ayudar en los oficios del hogar,
fueron a buscar en el mercado de empleadas a una persona de confianza. Sara (una mujer de
origen indígeno) llevaba varios días en aquel lugar, esperando una oportunidad, las mujeres le
murmuraban al oído: “aquí no encontrarás nada mujer”. Ella había llevado en su bolso una
novela acerca del exilio, para no contagiarse con aquel ruido de pesimismo. Alguien te va a
contratar, le decía una mujer que había detectado cuánto tiempo le llevaba cambiar de página
en su libro. Ten paciencia!!. Sara afirmaba con la cabeza.
La paciencia de Sara empezaba a mermar, el ultimo dia laboral de la semana estaba por
terminar mientras en aquel lugar, las personas que buscaban trabajo queriendo no encontrarlo,
emitían carcajadas, discusiones por malos entendidos, malas ofertas de trabajo y de pronto,
otro grito: ahí estaban Los Califa y una nueva oferta de trabajo, varias fueron a la fila para ser
observadas y contestar unas pocas preguntas que harían Los Califa. Sara miraba salir una tras
otra a las mujeres que observaba aquella singular pareja. Unas salían decepcionadas,
rumoreando: “no les gusta mi color”, otras, “dicen que soy muy joven”, hasta que hablaron unas
cuantas palabras con Sara, y la decisión estaba tomada, la comprarían por unas cuantas
monedas. Sara no se pudo ir de aquel lugar sin abrazar a aquella mujer que le había infundido
esperanza, en silencio se abrazaron y afirmaron con sus cabezas, sonriendo.
Sara llegó a la vida Los Califa e inmediatamente se dio cuenta que ellos estaban unidos
físicamente y muy separados espiritualmente. Cada uno tenía un estilo de vida diferente dentro
de aquella inmensa casa vacía de vivencias. Ellos se llamaban familia, para la sociedad a la
que pertenecían, pero en su intimidad, desconocían el significado de aquella palabra. Salvo
cuando hacían sus viajes vacacionales: era tan cómico verlos con sus brazos entrelazados,
sonrisas extraordinarias, alguna travesura para ser atrapada por aquella maquinita que graba
momentos y que pasado el tiempo te sientas a ver esa impresión para recordar que aquel
momento fue vivido por ti y tienes evidencia de ello.
Los Califa, eran una mezcla de vidas pasadas. Cada quien tenía a los suyos. De la unión de
ellos dos, había surgido la compra de un perro, ese sería el hijo que jamás tendrían, más,
algunos jugosos negocios que les daban muy buenos sabores.
Doña Clara era la señora de la casa, una mujer de mucho poder, le atraían mucho todos los
hombres que la rodeaban, no tenía disimulo cuando alguien le atraía, era muy sensual y se
acercaba a los hombres sin ningún pudor, era así, con todos, excepto con uno, Don Jorge (su
marido) a quien humillaba delante de cualquier persona. No había ningún hombre que no
pudiera indignarse al ver tanta cobardía en otro de su género.
Para disculparlo, había quien decía entre dientes: “Es un hombre muy educado”.
Don Jorge, era un hombre letrado, así le llaman en algunos lugares a la gente estudiada. Tenía
dos hijas muy bellas,que había heredado del amor con su difunta esposa. Ellas vivían
encerradas cada una en su habitaciones, donde habían diseñado su pequeño mundo para
cada una, ya que sabían claramente la razón de la unión de su padre viudo con Doña Clara.
Parece que estas niñas, vivían un “mientras tanto”, en la espera del día que llegase su
liberación de la amargura y la tiranía de Doña Clara para con ellas. Sabían que para ese día
tan esperado, tendrían que prepararse, todo sería cuestión de tiempo, ese sería el ingrediente
perfecto para saborear su independencia. Sin embargo, no era tan fácil para aquellas dos
mujercitas en flor, tal acontecimiento. Así que, alguien debía tomar la batuta de esa situación
tan conocida en el mundo. Una de ellas (la mayor) se haría cargo de mantener en equilibrio
aquella balsa de tres integrantes (su padre, y ellas dos). Manuela era la mayor, ella tomaría la
guianza de su hermana menor Valentina, quien parecía vivir en su propio mundo, nunca
escuchaba a nadie, para hablar con ella, tendrías que tocarla, algo así como para despertarla.
Manuela, se encargaba de protegerla de doña Clara, de sus amores a su corta edad y de sus
grandes problemas de concentración. Todo esto lo haría Manuela como una responsabilidad
adquirida inconscientemente después del fallecimiento de su joven madre. Manuela había
decidido no defraudar nunca a su amado padre. Así que, triunfaba en muchos ámbitos de su
vida. Independiente para movilizarse en aquella gran ciudad, capaz de viajar a mundos
acuáticos maravillosos, número uno para las matemáticas, y otras cosas más; pero fracasaba
ante una sola situación, la ausencia de su padre. Manuela se debilitaba cuando su padre se
alejaba de ellas por algún negocio fuera de la ciudad.
Desde la mirada de Sara, que no se transformaría casi nunca en palabras -porque el sonido de
su voz casi no era permitido- ella miraba a Manuela caminar viendo hacia abajo y hablando
sola casi siempre. Sara se daba cuenta que Manuela cometía torpezas cuando ella se le
acercaba, se le caía cualquier cosa que llevase en las manos y se carcajeaba para disimular
su nerviosismo. Pero algo curioso pasaba en ausencia de Don Jorge, en aquellos momentos,
Manuela, bajaba aquella coraza que mantenía con los demás casi siempre, abría su corazón
con Sara, le expresaba sus sentimientos de quebranto, se tiraba a su pecho como una niña
desamparada y lloraba hasta porque según ella su cabello era espantoso. Sara llegó a pensar
que Manuela encontraba en ella, algún parecido con su madre ausente.
Para continuar con la historia, estaba doña Clara y sus dos hijos, que algo educados los había
criado, siempre saludaban, aunque apenas terminaban de hablar , cuando dejaban ver la
forma de sus espaldas. Ellos, a pesar de su edad, no se habían podido desligar de su
sobreprotectora madre, siempre estaban enfermos de algo y doña Clara, vivía tan preocupada
por ellos, que solía decir que su cuerpo tenía la edad de ochenta años, cuando apenas había
vivido medio siglo y unos toques del cirujano le hacían ver una mujer jovial, sin embargo el
paso de los años dejaba huellas imborrables en su piel.
Todo parecía transcurrir con tranquilidad en la vida de Los Califa, blindados de los
sentimientos, sobre llevaban cada uno sus vidas. Hasta que un día, un virus mortal afectaría al
mundo. “Todos a casa”, dijo el director escolar. Cada uno de los integrantes de la casa de Los
Califa, viviría su encierro a su manera hasta nuevo aviso. Sus dormitorios se habían convertido
en aulas escolares, el recreo era un baño de sol en la alberca, la hora del almuerzo era una
decisión personal, la convivencia familiar…. De eso ni hablar.
Así, se vivieron unos años en aquella glacial casa, el tiempo que fue necesario hasta que los
laboratorios encontraran la fórmula para volverse más millonarios y obligar a las personas a
aceptar aquella administración que enseñaba al cuerpo a defenderse de aquel virus tan
devastador.
Pero un dia, se levanto el encierro, la noticia más esperada en los medios de comunicación
habría llegado, “una nueva normalidad”, dijeron los periodistas, y hubo fiesta, fanfarrias en las
calles, en los patios de las farmacias regalaron cerveza por vacuna administrada, los
restaurantes volvieron a abrir sus puertas, los desempleados se convertian otra vez en
empleados, las calles transitables volvían a ser muy concurridas y los uniformes de los
estudiantes deberían volver a ser usados, la algarabía se sentía como una fiesta del año
nuevo, pero una persona dentro de la casa de Los Califa, no recibió con agrado la noticia… La
hija de doña Clara, su más vivo retrato, (y no por su parecido físico) sino por su naturaleza
desconfiadisisima, no había recibido con agrado la nueva realidad, y para no salir de su mundo
opulento, surgió en ella una terrible enfermedad. Reumatismo: dijo el primer médico de la
ciudad. Artritis: dijo el segundo que ya no estaba muy cerca. Bacteria de origen desconocido,
dijo un tercero, Intoxicación alimentaria dijo el cuarto, y vaya a saber Dios que dijo el quinto, el
sexto…. Pero lo cierto es que a la niña Leticia, no le es posible caminar, tiene los pies cual
manzanas maduras, muy rojitos. Una mujer le enseña a caminar de nuevo y doña Clara, con su
rostro rojizo, se queja de aquella enfermedad de la niña Leticia, pero su rostro de satisfacción
es imposible de ser sustituido por la máscara de la preocupación.
“Esta muy enferma”, dice doña Clara acerca de su hija. Así que decidió, tenerla en casa, le
ofreció todo, todo lo que a cualquier señorita de su edad, le gustaría o desearía tener. Lo podría
comprar todo, desde la comodidad de su recamara, sin mover los pies. Solo habría una cosa
de la que no podría disponer aquella jovencita, porque al intentarlo, algo le sucedería, no podría
disfrutar de su libertad, cuando lo intentaba, sufría de nuevo una recaída, y no era ninguna
sorpresa el rostro triunfal de doña Clara ante los intentos fallidos de la niña Leticia.
Los días transcurrieron así en la casa de Los Califa, cada uno cuidaba su rol y mientras tanto
Sara (la muda), observaba…
Don Jorge, tan parecido a su amigo fiel, seguía obedeciendo a los mandatos y órdenes de
doña Clara. Don Jorge, era un hombre experto en leyes, ese era quizás, su atractivo más
grande a los ojos de su amada, ella le habría dado un lugar a la par de su almohada, (la que
conocería a ciencia cierta su conciencia). Don Jorge velaba junto a la almohada el frágil sueño
de doña Clara. Mientras algunos seguían murmurando en los pasillos de aquella casa, que
fuerzas opuestas a esta excéntrica mujer, se movilizan y si llegan en un futuro a avanzar, doña
Clara tendrá al mejor defensor de su lado, pues le ha dado todo, según ella. El, agradecido por
un vida rodeada de ambiciosos visionarios, sabrá responder, cuidarla, como lo ha hecho cada
uno de estos días con sus noches. Y solo él sabrá, como todo defensor, la verdad de doña
Clara. Quien entre todas las cosas, tenía un detalle muy especial de su personalidad.
Obligaba a la muda a deshacer con todo método posible, cualquier diminuta mancha que
brotaba en las paredes o los pisos de su blanquísima casa.
Arelis Juárez
“Porque todas las cosas son fugitivas; pero Monelle es la más fugitiva de todas.”
Marcel Schwob, El libro de Monelle
FUGITIVA
Cristal partió a su propio encuentro, con el miedo en su mirada, con su mirada vacía, suspirando entre sus rodillas, cansadas de las tinieblas que quebrantan su alma.
Los húmedos resquicios de la muerte, van quedando entre frágiles suspiros, en las huellas de endebles pasas que se borran con el viento.
Voluptuosa, atraviesa La Campanella sobre las cuerdas de un violín acompasadamente.
Convicta entre la niebla de la vida, fugitiva del amor, desterrada en los escombros de costumbres imperiales que reinan en los rincones sin orillas de sus impacientes pensamientos.
Se confunde entre las callejuelas despiertas de su poblada soledad, rota, al unísono entre los gritos que corren en el viento.
Vuela en sus sueños entre lirios y hortensias y despierta en el fondo de un abismo, bañada de fantasmas perdidos, que susurran a voces,
-todos se han ido, no busques más, lo que buscas no está, ¿no sabes que no lo encontrarás?
Tiritando de frío o miedo, vacila, huye a hurtadillas con temor, de los encuentros con la vida y con la muerte pues no entiende todavía que estás como el alba y el crepúsculo, se funden.
Fugitiva, da un paso y se esconde, no emprende el vuelo, va atada a las pisadas del miedo, en sus alas las cadenas, las marcas del castigo, los azotes indelebles, la pasean al borde de la impiedad por un pasado en cautiverio.
Amarrada al tiempo, en un vertedero de sombras fugaces, improvisa su caminar, su vuelo, con su fragilidad infinita, hacia un destino impalpable.
Continuará.
Jeil Parra