Hemos continuado con la lectura y nos complace compartir con ustedes, nuestro entusiasmo por una de las pequeñas historias dentro del cuento del libro de Monelle de Samuel Schwob: «La voluptuosa». En esta sección, el autor nos invita a adentrarnos en un mundo de deseos de una de las hermanas de Monelle.

LAS HERMANAS DE MONELLE
LA VOLUPTUOSA
Es terrible esta cosa, dijo la niña, porque sangra sangre blanca.
Con sus uñas hacía incisiones en las cabezas verdes de las adormideras. Su pequeño
compañero la miraba apaciblemente. Habían jugado a los bandoleros entre los castaños,
bombardeado las rosas con castañas tiernas, arrebatado el capuchón a las bellotas nuevas,
soltado al gatito que maullaba sobre las tablas de la empalizada. El fondo del jardín
obscuro, donde se alzaba un árbol ahorquillado, había sido la isla de Robinson. Una roseta
de regadera había servido de caracola guerrera para el ataque a los salvajes. Hierbas de
cabeza larga y negra, tomadas prisioneras, habían sido decapitadas. Algunas cetonias
azules y verdes, capturadas en la cacería, levantaban pesadamente sus élitros en la cubeta
del pozo. Habían hecho surcos en la arena de los senderos, a fuerza de hacer pasar
ejércitos por ellos, con bastones de desfile. Ahora, acababan de descargar el asalto sobre un
montecillo tupido de la pradera. El sol poniente los envolvía en una luz de gloria.
Se establecieron sobre las posiciones conquistadas, un poco cansados, y admiraron
las lejanas brumas carmesíes del otoño.
–Si yo fuera Robinson –dijo él– y tú Viernes, y si hubiera una gran playa allá abajo,
iríamos a buscar pisadas de caníbales en la arena.
Ella reflexionó y preguntó:
–¿Robinson le pegaba a Viernes para hacerse obedecer?
–Ya no me acuerdo –dijo él–; pero vencieron a esos viejos villanos españoles, y a los
salvajes del país de Viernes.
–No me gustan esas historias –dijo ella–: son juegos de niños. Se hace de noche. Si
jugamos a los cuentos: tendríamos miedo de verdad.
–¿De verdad?
–Mira, ¿tú crees entonces que la casa del Ogro, con sus largos dientes, no viene todas
las noches al fondo del bosque?
Él la contempló e hizo crujir las mandíbulas:
–Y cuando se comió a las siete princesas, hizo ñam, ñam, ñam.
–No, eso no –dijo ella–; sólo se puede ser el Ogro o Pulgarcito. Nadie sabe el nombre
de las princesitas. Si quieres, yo haré de la Bella Durmiente que duerme en su castillo, y tú
vendrás a despertarme. Habrá que abrazarme muy fuerte. Los príncipes abrazan de un
modo terrible, ¿sabes?
Él se sintió tímido, y respondió:
–Me parece que es demasiado tarde para dormir en la hierba. La Bella estaba en su
cama, en un castillo rodeado de espinos y de flores.
–Entonces juguemos a Barbazul –dijo ella–. Yo voy a ser tu mujer y tú me prohibirás
entrar en la habitación pequeña. Comienza: tú vienes a desposarme. «Señor, no sé… Sus
seis esposas han desaparecido en forma misteriosa. Es verdad que tiene usted una bella y
grande barba azul, y que habita en un espléndido castillo. ¿No me hará daño, jamás,
jamás?»
Y le imploró con la mirada.
–Entonces, ahora, tú me has pedido en matrimonio, y mis padres aceptaron. Estamos
casados. Dame todas las llaves. «¿Y qué es esta linda y pequeñita?» Tú harás una voz
gruesa para prohibirme que abra.
–Entonces, ahora, tú te vas y yo desobedezco enseguida. «¡Ah! ¡el horror! ¡Seis
mujeres asesinadas!» Me desvanezco, y tú llegas para sostenerme. Eso es. Regresas como
Barbazul. Pon la voz gruesa. «Mi señor, he aquí todas las llaves que me ha confiado.» Tú
me preguntas donde está la llave pequeña. «Mi señor, no sé: no la he tocado.» Grita. «Mi
señor, perdóneme, aquí está: estaba en el fondo de mi bolsillo.»
–Entonces, vas a mirar la llave. ¿Había sangre en la llave?
–Sí –dijo él–, está manchada de sangre.
–Lo recuerdo –dijo ella–. La he frotado y frotado, pero no he podido quitarla. ¿Era la
sangre de las seis mujeres?
–De las seis mujeres.
–Las había matado a todas, ¿verdad?, porque ellas entraban en la habitación
pequeña. ¿Cómo las mataba? ¿Les cortaba la garganta y las colgaba en el gabinete
obscuro? ¿Y la sangre corría por sus pies hasta el suelo? Era sangre muy roja, rojo retinto,
no como la sangre de las adormideras cuando yo las rasguño. Te hacen poner de rodillas
para cortarte la garganta, ¿no?
–Creo que hay que ponerse de rodillas –dijo él.
–Va a ser muy divertido –dijo ella–, ¿Pero me cortarás la garganta como de verdad?
–Sí, pero –dijo él– Barbazul no pudo matarla.
–¿Y eso qué? –dijo ella–. ¿Por qué Barbazul no le cortó la cabeza a su mujer?
–Porque vinieron sus hermanos.
–Ella tenía miedo, ¿no?
–Mucho miedo.
–¿Gritaba?
–Llamaba a sor Ana.
–Yo no hubiese gritado.
–Sí, pero –dijo él– Barbazul habría tenido tiempo de matarte. La hermana Ana estaba
en lo alto de la torre, para mirar la hierba que reverdecía. Sus hermanos, que eran
mosqueteros muy fuertes, llegaron con sus caballos a todo galope.
–Yo no quiero jugar así –dijo la niña–. Me aburre. Puesto que no tengo ninguna
hermana Ana, fíjate.
Se volvió gentilmente hacia él:
–Dado que mis hermanos no vendrán –dijo–, tienes que matarme, mi pequeño
Barbazul, ¡matarme bien fuerte, bien fuerte!
Se puso de rodillas. Se tomó los cabellos, los llevó hacia adelante y alzó la mano.
Lenta, los ojos cerrados y las pestañas trémulas, la comisura de los labios agitada por
una sonrisa nerviosa, tendía el vello ligero de su nuca, su cuello y sus hombros
voluptuosamente recogidos al filo cruel del sable de Barbazul.
–¡Ah… augh! –gritó–. ¡Eso me va a hacer daño!