Un encuentro en la disco 2023.02.23

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UN ENCUENTRO EN LA DISCO

Balneario de cuerpos inertes.
Me asomo a los salones sudorosos,
buscando tu mirada entre los lienzos;
Adonis conversando con Narcisos,
cortando los ombligos de cupido.

Los dioses de neón
enturbian las palabras del encuentro,
que se mezclan en mi boca
como un puñado de tierra
cavada con música electrónica,
de chirriantes discos de vinilo.

Y salgo al callejón de los poetas,
y vomito mis versos retenidos,
y me dejo abrazar por letraheridos,
que esperan amores de bolsillo.

Desayuno magdalenas proustianas,
oliendo tu voz desde la esquina,
buscando tu aliento en las ventanas,
¡¡sabiendo que no me mirarías,
contando que yo no te vería!!!

Mónica Herrero


UN ENCUENTRO DE LA DISCO

Era de noche. Los dos andaban bajo la luz artificial de las farolas, calle número 20, vacía, quietud nocturna a cada paso, de vez en cuando largas sombras y caras iluminadas. El de la izquierda tenía el pelo negro y rizado. Andaba con paso firme y determinado. A su derecha el grandullón. Flaco, un colgante, arrastrando los pies. Al fondo se escuchaba música. Graves reforzados. Vibraciones, más bien. Movimientos encasillados, como puños golpeando la pared. Conforme avanzaban en la calle, se acercaban más al ruido. El negro con un gesto de cabeza señala una casa más adelante y dice entre dientes apretados: «ahí abajo los niños matan a sus madres.» Deja escapar bruscamente aire contenido, aclara su garganta con ceños fruncidos y escupe lo que le pesaba en su boca. «Levantas un poco las sábanas y suben a millones. Es casi una plaga. Criaturas deformadas, malnutridas, con sus cabezas aplastadas del parto complicado.» Otro escupido y sustancia corporal cae al suelo. «Están casi ciegos cuando ven por primera vez la luz del día. Se vuelven locos. Aún están calientes, recién salidos de las entrañas de sus madres ceñidas. Al mundo abierto, al aire libre. ¡Imagínate! Y casi ciegos. Claro que se convierten en bestias.» Baja la mirada y baja la voz. Un murmuro hacia sí mismo: «ahí abajo los niños matan a sus madres.»
El grandullón tiene los ojos colgados, los hombros colgados, los labios colgados. No parece haber escuchado, pero dice con voz seca y poco entrenada: „¿Qué hacemos?»
«¿Que qué hacemos?» El negro se para en seco. Están ahora a la altura de la disco y se escuchan por primera vez voces y cuerpos, señales de vida de otros humanos. «Pues no meternos en líos». Clava su mirada fulminante en su compañero, le agarra el brazo con fuerza y le sacude levemente, lo justo para notar aquel potencial delincuente, al que enfrentar con una lección. Repite con ganas: «No meternos en líos, ¡¿entendido?! Para empezar”, sigue con desdén, “deja de beber después del trabajo cuando ya oscurece. Te he visto en la feria.» Aprieta un poco más y se acerca a su amigo: «Es fácil meterse en líos cuando el ánimo está en la noria, por las nubes, ¡¿entiendes?! Hay que andar con cuidado y más si eres negro, querido amigo.» La expresión del otro seguía igual, intocado, inmóvil, ojos colgados. En un instante un pequeño tic, nada más. El pequeño lo ha visto y entiende. «Mira, piénsalo así», dice con voz más amable, «debemos de estar agradecidos de andar sueltos. Es como si estuviéramos en libertad condicional, con un pie en la cárcel siempre, desde que salimos gateando, desnudos patéticos, de entre las piernas gordas de nuestras madres.» Dicho esto, el grandullón jadea un poco. Abre su boca. La cierra. La abre. Y la deja abierta sin decir nada. El negro asiente comprensivo y emprende la marcha, tirando del otro. Hoy no van a entrar a la discoteca. «Hoy no vamos.» Piensa. «No bajamos. No vamos a bailar. Hoy no». Siguen calle abajo. Al final hay un pequeño parque. Más bien unas filas de árboles que cubren un barranco rocoso. Una cantera. Explotación mineral. Se queda así abierta, la herida. «Hoy no vamos, seguimos», repite el negro en silencio y acelera el paso. Ahí adelante entre los árboles van a tener espacio, van a estar entre sí, por fin. Ahí nadie les molestará. Pocas veces se mete alguien. Solo algún borracho perdido o un suicida. «Vamos a estar solos, nadie nos verá», piensa el negro y ansía la oscuridad de los árboles, sótano privado, intimidad. Estarán ocultos a las miradas de los demás. El grandullón le sigue, arrastrando los pies.

No se había notado nada del mundo exterior, hasta que de pronto, entre un pensamiento a otro, eclosiona una bocina. Algo salta, algo se rompe, una mano suelta lo que agarraba y un colgante tambalea peligrosamente. El chico en su coche azul sigue pitando, enfurecido saca la cabeza de la ventana y grita al pasar: «Malditos maricas emborrachados. Mantened os en la acera u os atropello como putos perros de calle, que sois.» La espuma que está echado su boca se la lleva la corriente del viento. Algunos metros más allá rebotará con fuerza contra el asfalto. Más líquido humano en la carretera.
Los dos amigos se recomponen cada uno a su manera: el pequeño riéndose como un loco, pensando en la madre que le parió. El grande atándose los cordones como su madre se lo enseño. Un lazo en el cordón izquierdo. El derecho viene a abrazarle. Se mete por debajo. Sube la cabeza y termina igual que el otro.
Los dos amigos llegan a la vez al final de calle, sin que el negro haya tirado del grande.

Dan sus primeros pasos en la tierra húmeda y dejan atrás la zona iluminada. Ahora el pequeño se pone nervioso. Su respiración es menos profunda y sus manos agitadas buscan ansiosas los cigarrillos en su bolsillo, para tener algo a que agarrarse. El temblor ligero dificulta dar con el punto. La llama del mechero no acierta a la primera, necesita dos intentos hasta prenderle fuego a lo que debe. Las inhalaciones siguientes del pequeño son aún más frenéticas. El humo tiene que llegar profundo para llenar el vacío irritante que se está abriendo en su estómago. Busca recuperar su entidad. El grandullón a su lado cada vez cuelga menos. Aquí entre los semejantes, gigantes de hojas, se erige casi automáticamente. Un lazo invisible tira de él hacia arriba, tensando su piel. Ojos abiertos, mejillas tensas, labios llenos. Sus piernas fuertes y fiables le llevan hacia el abismo. Da la espalda al pequeño y sonríe con autosuficiencia. Las pequeñas muecas de debilidad de su compañero le divierten.
Este por su parte acaba de dar el último tirón profundo, tira la colilla y se acerca a la nuca del otro. Con nuevos tirones empieza a buscar con su boca los trozos de piel descubiertas del grandullón, hasta donde llega. Brusco en sus movimientos, todo a la vez, agarra también su culo, mientras que sigue pegando bocadas. Al otro aún no le dio tiempo salir de su sorpresa. Ahora sí se mueve. Se da la vuelta, empujando lejos de sí con dos manos, lo que pilla de cuerpo. «¿Qué hacemos?» resuena su voz grave. El pequeño no se lo piensa, da un paso hacia adelante, agarra la nuca del otro, tira hacia abajo y besa con fuerza la boca próxima. Una lengua se abre paso y el grande se siente atrapado. En su espalda el abismo, su cuerpo retorcido por la fuerza sorprendente de su compañero y algo duro, erguido se está hincado en su organismo a la altura del abdomen. El pequeño se pega más y con él la parte penetrante. «Algo no está bien», piensa el grande, notando demasiado frío. Frío metálico contra su abdomen. Consigue apartarse y mira hacia abajo. Una pistola apuntándole. Una pistola negra y pesada en la mano de su amigo, apoyado en su cuerpo. Alza la vista. Se miran los dos. «Una pistola», dice el grande. El pequeño asiente y vuelve a acercarse la boca deseada. El grande nota como se está hundiendo. Se está encogiendo, no entiende por qué, hasta que se da cuenta que se está cayendo, cayendo de rodillas, arrodillándose frente al pequeño, altura de madre.
Con su pistola apuntando al cuerpo del otro, el negro besa desenfrenado y vuelve a sentir su poder de la calle. La pistola es nueva. El grandullón no dice nada. En vez de eso, piensa: “mi cuerpo va a caer al vacío detrás de mí, vivo o muerto. Va a caer. Podría ser una cuna, la cantera detrás de mí. Sí, una cuna. Me van a acunar. ¿Así termina?”, se pregunta, “¿En una cuna?”
Con dificultad se suelta del pequeño y se pone de pie, a su altura propia. El pequeño le mira desde abajo. «Que haces mamá?» Pregunta. “Me voy a dormir”, dice el otro y se deja caer de espaldas.
El negro se queda sin aliento, sin sonido, boquiabierto mirando al vacío donde hace un segundo había estaba de pie el grande. Se queda mirando. Vacío. Negro vacío, oscuridad y un ¡clock! lejano.
Lentamente pierde su estabilidad y cae al suelo. Ahí se queda, sin expresión. Tambaleándose ligeramente. Tambaleándose como en una cuna. Se mete los dedos dentro de la boca para no gritar, pero ahora chupa. Tambalea y chupa. «Ahí abajo», piensa, pero le faltan las palabras para seguir. Ahí abajo…cada vez menos palabras. Como un niño tambaleando, chupando y sin palabras.

Laura Trat

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