Selección de poemas destacados 2023.05.02

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EL DOLOR

No. Ya sé que le gustan
cuerpos recientes, jóvenes,
que le resisten bien
y no se rinden pronto.
Busca carnes rosadas,
dientes firmes, ardientes
ojos que aún no recuerdan.
Los quiere más. Así
su estrago
no se confundirá
con el quemar del tiempo,
arruinando los rostros
y los torsos derechos.
Su placer es abrir
la arruga en la piel fresca,
romper los puros vidrios
de los ojos intactos
con la lágrima cálida.
Doblar la derechura
de los cuerpos perfectos,
de modo que ya sea
más difícil mirar
al cielo desde ellos.
Sus días sin victoria
son esos en que quiebra
no más que cuerpos viejos
en donde el tiempo ya
tiene matado mucho.
Su gran triunfo, su júbilo
tiene color de selva:
es la sorpresa,
es tronchar la plena flor,
las voces en la cima
del cántico, los altos
mediodías del alma.

Yo sé cómo le gustan
los ojos.
Son los que miran lejos
saltando por encima
de su cielo y su suelo,
y que buscan al fondo
tierno del horizonte
esa grieta del mundo
que hacen azul y tierra
al no poder juntarse
como Dios los mandó.
Esa grieta, por donde
caben todas las alas
que nos están batiendo
contra el muro del alma,
encerradas, frenéticas.

Yo sé cómo le gustan
los brazos. Largos, sólidos,
capaces de llevar
sin desmayo,
entre torrentes de años,
amores en lo alto,
sin que nunca se quiebren
los cristales sutiles
de distancia y ensueño
de que está hecha su ausencia.

Yo sé cómo le gustan
las bocas y los labios.
No los vírgenes, no,
de beso: los besados
largamente, hondamente.
Los muertos sin besar
no conocen el filo
de la separación.
El separarse es
dos bocas que se apartan
contra todo su sino
de estar besando siempre.
Y por eso las bocas
que ya besaron son
sus favoritas. Tienen
más vida que quitar:
la vida que confiere
a toda boca el don
de haber sido besada.

Yo sé cómo le gustan
las almas. Y por eso
cuando te tengo aquí
y te miro a los ojos,
y el alma allí te luce,
como un grano de arena
celeste, estrella pura,
con sino de atraer
más que todas las otras,
te cubro con mi vida,
y aquí en mi amor te escondo.

Para que no te vea.

Pedro Salinas

ENTRE EL DOLOR Y EL PLACER
MEDIAN TRES CRIATURAS

Entre el dolor y el placer median tres criaturas,
de las cuales la una mira a un muro,
la segunda usa de ánimo triste
y la tercera avanza de puntillas;
pero, entre tú y yo,
sólo existen segundas criaturas.

Apoyándose en mi frente, el día
conviene en que, de veras,
hay mucho de exacto en el espacio;
pero, si la dicha, que, al fin, tiene un tamaño,
principia ¡ay! por mi boca,
¿quién me preguntará por mi palabra?

Al sentido instantáneo de la eternidad
corresponde
este encuentro investido de hilo negro,
pero a tu despedida temporal,
tan sólo corresponde lo inmutable,
tu criatura, el alma, mi palabra.

César Vallejo

EL TIEMPO QUE NO HE TENIDO
EL CIELO AZUL

“quién no sabe que a esta altura
el dolor es también un ilustre apellido”
Mario Benedetti

El tiempo que no he tenido el cielo azul
y sus nubes gordas de algodón en rama,
sabe que el dolor del exilio
ha hecho florecer cipreses en mi carne.
Es dolor el recuerdo de la tierra mojada,
la lectura diaria del periódico
que dice que suceden
cada vez más atrocidades,
que mueren y caen presos los amigos
que desaparecen los campesinos
como tragados por la montaña.
Es dolor este moverme en calles
con nombres de otros días, otras batallas,
de otros personajes que no son de mi historia.
Es dolor caminar entre caras desconocidas
con quienes no puedo compartir un poema,
hablar de cosas de la familia
o simplemente despotricar contra el gobierno.
Es dolor llegar hasta el borde,
ver de lejos el lago,
los rótulos en la carretera: Frontera de Nicaragua
y saber que aún no se puede llegar más allá,
que lo más que se puede es empinarse
y tratar de sentir el olor de las flores y campos y quemas.
Es dolor,
pero se crece en canto
porque el dolor es fértil como la alegría
riega, se riega por dentro,
enseña cosas insospechadas,
enseña rabias
y viene floreciendo en tantas caras
que a punta de dolor
es seguro que pariremos
un amanecer
para esta noche larga.

Gioconda Belli

DOLOR

Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos durísimos,
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana
primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incensantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.
Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.

Damaso Alonso

SEGISMUNDO

De «Teatro Real»
1957

A Manuel Mantero

Nos soñamos la vida; nos hacemos
la vida sueño a sueño. Levantamos
de nuestra noche muros, edificios
descorazonadoramente humanos.

Torres de pena, tapias de amargura,
habitaciones de silencio y llanto,
sonoros corredores de esperanza,
terrazas donde el gozo trae sus pájaros.

Por heridas paredes sube a trozos
su deseada hiedra el entusiasmo,
como clara pintura que quisiese
cubrir el esqueleto del andamio.

Por rampas de ventura precipita
su deshelada nieve el desencanto
como vía de agua que quisiera
echar a pique el barco.

De la alegría al desaliento hacemos
camino de ida y vuelta a cada paso.
Monótona escalera recorrida
absurdamente tramo a tramo.

La muerte al pecho de los sueños lanza
todos los días sus disparos.
El hombre alienta, aunque vacila,
y en el corazón muestra los impactos.

Por una tierra en guerra vamos siempre:
de vida a muerte por los campos
que sólo en sueño descubrimos pero
que sólo en sueño abandonamos.

Fábulas tristes, verdaderas fábulas
alegres que nos vamos inventando
y somos a la vez autor, intérprete,
traspunte, atrezzo y escenario.

Soñamos que nosotros mismos somos
y que tomamos parte de un diálogo,
pero no escucha nadie nuestras voces
y de pura verdad el cuento es falso.

Estoy soñando lo que me rodea.
Tú también eres sueño entre mis brazos;
un dulce sueño que me acuna y pone
la irrealidad más verdadera, al cabo.

Nos soñamos la vida en tanto lentamente
va haciendo el tiempo sus estragos
y al despertar es cuando comprendemos
que era la realidad lo que soñábamos.

Leopoldo de Luis

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