Conocímos al poeta argentino Octavio José Oliverio Girondo – conocido como Oliverio Girondo – que nos sorprendió con un estilo de poesía fácil y ligero en su aparencia pero produndo e inesperado en su extensión. Para poder saber más de él, recomendamos la lectura de número 48 de Poesía más Poesía.
CONFIDENCIA PROSAICA
Yo también
¡Sí! Yo tengo
-¿por qué no confesarlo?-
un pequeño fantasma,
un duende de familia.
No vaya a suponerse que mi pequeño duende
sea un fantasma hierático,
espectral,
de castillo;
uno de esos fantasmas que arrastran el espanto
entre viejas panoplias
y gritos coagulados,
o delatan incestos
dentro de una armadura,
cuando el silencio calza las funerarias mallas
con que a Hamlet le place pasearse entre las tumbas.
Mi fantasma es doméstico,
recatado,
apacible.
Jamás le he sorprendido actitudes de almena,
ni lo he visto hospedarse
en la caja de un péndulo,
para que sus entrañas se pueblen de latidos.
Cotidiano,
tranquilo,
modesto,
de bolsillo,
mi pequeño fantasma
no ahuyenta los retratos,
ni adopta almas de piedra
o heráldicas posturas.
Tal cual es,
sin embargo,
engalana mis noches
y es el único lujo de mis horas vacías.
Ya sé que con frecuencia revuelve mis papeles,
esconde alguna carta,
empaña mis anteojos,
me humilla al obligarme
a buscar los gemelos debajo de la cómoda,
me esconde la boquilla;
pero es él quien mitiga la fiebre del insomnio,
quien impide que pierdan el compás las canillas,
quien oprime las llagas de las puertas pintadas
y conforta el silencio,
la soledad,
el frío,
al pasear por los cuartos
su corpórea presencia de fantasma benigno,
de duende que vigila
las sombras
y los ruidos.
EL DULCE MILAGRO
¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen.
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
Mi amante besóme las manos y en ellas,
¡Oh, gracia!, brotaron rosas como estrellas.
Y voy por la senda voceando el encanto
y de dicha alterno sonrisa con llanto
y bajo el milagro de mi encantamiento
Se aroman de rosas las alas del viento.
Y murmura al verme la gente que pasa:
-¿No véis que está loca? Tornadla a su casa.
¡Dice que en las manos le han nacido rosas
Y las va agitando como mariposas!
¡Ah, pobre la gente que nunca comprende
Un milagro de éstos y que sólo entiende
Que no nacen rosas más que en los rosales
Y que no hay más trigo que el de los trigales!
Que requiere líneas y color y forma
Y que sólo admite realidad por norma.
Que cuando uno dice: «Voy con la dulzura»,
De inmediato buscan a la criatura.
Que me digan loca, que en celda me encierren,
Que con siete llaves la puerta me cierren,
Que junto a la puerta pongan un lebrel,
Carcelero rudo, carcelero fiel.
Cantaré lo mismo: -Mis manos florecen,
Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen.
¡Y toda mi celda tendrá la fraganci
De un inmenso ramo de rosas de Francia!
LA BABA
Es la baba.
Su baba.
La efervescente baba.
La baba hedionda,
cáustica;
la negra baba rancia
que babea esta especie babosa de alimañas
por sus rumiantes labios carcomidos,
por sus pupilas de ostra putrefacta,
por sus turbias vejigas empedradas de cálculos,
por sus viejos ombligos de regatón gastado,
por sus jorobas llenas de intereses compuestos,
de acciones usurarias;
la pestilente baba,
la baba doctorada,
que avergüenza la felpa de las bancas con dieta
y otras muelles poltronas no menos escupidas.
La baba tartamuda,
adhesiva,
viscosa,
que impregna las paredes tapizadas de corcho
y contempla el desastre a través del bolsillo.
La baba disolvente.
La agria baba oxidada.
La baba.
¡Sí! Es su baba…
lo que herrumbra las horas,
lo que pervierte el aire,
el papel,
los metales;
lo que infecta el cansancio,
los ojos,
la inocencia,
con sus vermes de asco,
con sus virus de hastío,
de idiotez,
de ceguera,
de mezquindad,
de muerte.